Son figuras icónicas y legendarias de la historia del país del sol naciente; guerreros de élite, temidos y, a la vez, respetados, protagonistas de guerras y batallas, que dominaron el Japón feudal por casi 700 años. Implacables y habilidosos, tenían una filosofía de vida muy estricta, cuyos valores regentes eran la lealtad y el honor. Su existencia ha sido documentada en infinidad de textos de la literatura nipona medieval. Uno de los más importantes es el poema épico Heike Monogatari, escrito en el siglo XIII, de autor anónimo, que narra el ascenso de los samuráis al poder, a partir de las Guerras Genpei.
De acuerdo con los historiadores y lingüistas expertos en la cultura oriental, la palabra samurái proviene del vocablo japonés saburau, que significa “servir”. De éste, deriva saburai, que se entiende como “persona que sirve”. Se les atribuyó ese título porque surgieron como guardianes de los terratenientes del Japón feudal.
La conformación de los clanes
A finales del siglo VIII, el emperador Kanmu, el quincuagésimo de Japón, trasladó la capital a Kioto, donde se congregó la clase cortesana. Así dio inicio el Período Heian (794-1185), el cual se caracterizó por la prosperidad artística y la armonía social. En contraparte, en las zonas rurales, algunos campesinos comenzaron a entrenarse en las artes marciales y en el manejo de las armas, desarrollando habilidades de combate, con el fin de proteger las tierras de las familias nobles, descendientes de los emperadores. Al paso del tiempo, esta práctica se intensificó y este grupo de guerreros fue creciendo al grado de que se conformaron distintos clanes, cuyos miembros juraban lealtad a sus señores.
Para el siglo X, los samuráis ya eran un sector social muy bien delimitado, con un estilo de vida muy particular, sin embargo, aún no tenían la suficiente fuerza para hacerse de un lugar en la política. Irrumpieron en ese ámbito en el siglo XII, a partir de dos enfrentamientos bélicos, los cuales fueron el precedente de un conflicto posterior, que los catapultó definitivamente al poder. Todo comenzó en 1156, cuando se desencadenó una lucha entre las familias reales por la sucesión al trono; a ésta se le conoció como la Rebelión Hogen, la cual puso en escena al clan de los Heike (o Taira) y de los Genji (o Minamoto); estos últimos cayeron derrotados frente a los primeros, quienes tuvieron gran presencia e influencia en la corte imperial. Tal situación motivó a los Genji a iniciar una segunda revuelta entre 1159 y 1160: la Rebelión Heiji, en la que no corrieron con mejor suerte, pues fueron nuevamente abatidos.
Lo anterior, junto con otra serie de eventos ulteriores, hizo que, durante las siguientes tres décadas, la rivalidad entre ambos bandos se exacerbara hasta el punto de que, en 1180, estallaran las llamadas Guerras Genpei, que resultaron decisivas para que los samuráis tomaran control del gobierno. En ellas, a lo largo de cinco años, los Heike, liderados por Tomomori, se enfrentaron a los Genji, encabezados por Yoritomo y su hermanastro, Yoshitsune, despiadado guerrero que se distinguía por sus estrategias de combate, las cuales le habían otorgado varias victorias a su clan; la más importante de ellas, la definitiva, fue en la batalla de Dan-no-ura, la más famosa en la historia de Japón, que significó el tan anhelado triunfo de los Genji, que vino acompañado de una reestructuración sociopolítica. La nación se dividió en feudos, los cuales estaban a cargo de un señor o daimyo, y se instauró el shogunato, un gobierno militar de samuráis. Aunque se conservó la figura del emperador, éste ya no tenía jurisdicción; su existencia era simbólica, pues el poder y las decisiones ahora eran responsabilidad del shogun, la máxima autoridad en el nuevo régimen, el cual se extendió hasta el siglo XIX y se dividió en tres eras: Kamakura (1192-1333), Ashikaga (1336-1576) y Tokugawa (1603-1867).
Según lo narrado en el Heike Monogatari, durante la batalla de Dan-no-ura, los Heike, al verse acorralados, sin ninguna posibilidad de vencer al enemigo, comenzaron a lanzarse al mar, pues preferían el suicidio con honor antes que convertirse en prisioneros. De esa anécdota surge una leyenda que afirma que el espíritu de los guerreros ahogados reencarnó en una especie de cangrejo local, a la cual se le ha otorgado el nombre de Heikegani, cuyo caparazón posee un grabado natural que semeja un rostro humano con semblante de lucha.
La mente detrás del guerrero
Como ya mencionamos, la vida de los samuráis se regía por un código de reglas morales, llamado bushido o “camino del guerrero”. No era una ley escrita, más bien era una normatividad sagrada; un conjunto de valores y virtudes, que se adoptaba, se introyectaba y se transmitía de generación en generación; éstos eran: la justicia, el coraje, la benevolencia, la cortesía, la honestidad, la lealtad y, sobre todo, el honor. Y es que, no sólo buscaban ser habilidosos guerreros, sino también buenos seres humanos.
Desviarse de este camino, huir de las batallas o traicionar al clan o al daimyo era considerado una deshonra, una falta hacia el espíritu y la propia conciencia, por lo que la única manera de recuperar la dignidad era realizar el seppuku, una ceremonia sacra de suicidio. La técnica empleada era el harakiri, que significa “corte de estómago”, en la cual el samurái se apuñalaba el abdomen para desgarrar dicho órgano. Se hacía así porque se creía que la mente y las emociones residían en el estómago, de modo que era una forma de redimirse. Los actos suicidas eran considerados una manifestación de honor y respeto hacia el samurái mismo y hacia su clan, una armadura espiritual que los protegía de quedar vulnerables y expuestos ante el enemigo.
Convirtiéndose en samurái
Al principio, cualquier persona podía entrenarse para ser un guerrero protector de tierras (antes de que se utilizara propiamente el nombre de samurái), sin embargo, a medida que este grupo fue consolidándose y formó una comunidad aparte, con su particular estilo de vida, se impusieron algunas normas para regular quiénes podían ser miembros de esta élite. Así, la tradición dictaba que únicamente los hijos de samuráis podían convertirse en uno, debiéndose, obviamente, a su clan de origen. Ese derecho no era exclusivo de los hombres, también había mujeres samurái, aunque en menor número.
Su preparación iniciaba desde la infancia, y, una vez alcanzada la edad de 15 años, se les otorgaba su primera espada. El entrenamiento implicaba el desarrollo de habilidades tanto físicas como mentales. Se les enseñaba a ser rápidos y delicados en sus movimientos, y a manipular con destreza las armas, aunque, para lograrlo, primero debían dominar su mente y alcanzar un grado máximo de concentración, de calma y de armonía interior. Eso se conseguía mediante la práctica de katas, que son series de movimientos de pelea, realizados de manera suave y lenta, que funcionan como una forma de meditación y que son la base para lograr la perfección en cualquier arte marcial.
Además de su pericia militar, los samuráis debían ser personas letradas, de buena educación y dominar temas relacionados con las artes, la literatura, las tradiciones y la historia tanto de su país como de China, cuya cultura tenía un fuerte influencia en la suya.
Existían samuráis que no pertenecían a ningún clan, ya fuera porque su señor había fallecido, porque se entrenaron de manera clandestina o porque eran descendientes de guerreros que se encontraban en la misma condición. Se les llamaba ronin, que significa “vagabundos”. No eran muy bien vistos, ya que, en teoría, un guerrero sin amo no debía existir, pues según el bushido, cuando un samurái perdía a su daimyo, tenía que cometer el seppuku. Por ello, eran señalados y calificados de desleales, de modo que era imposible que fueran aceptados por un nuevo jefe. Sólo los ronin de nacimiento podían aspirar a integrarse a un clan, sin embargo, a pesar de sus méritos y preparación para lograrlo, no era muy común que lo consiguieran, pues se desvirtuaba el nombre de la familia que los acogiera.
El simbolismo de las armas
Los samuráis eran verdaderos artistas de guerra; sus obras, los triunfos en batalla; y sus pinceles, las armas blancas. Manejaban distintos tipos, útiles según el ataque a efectuar, por ejemplo: el tanto, que era un cuchillo alargado, de entre 15 y 30 cm de longitud, fácil de esconder y transportar, que se usaba en las peleas de cuerpo a cuerpo y para llevar a cabo el seppuku. También tenían el arco; el wakizashi o shoto, una espada filosa y puntiaguda, de entre 30 y 60 cm de largo; y la katana, un sable curveado, de un metro de longitud, de filo único, que era su arma predilecta. Adentrándonos un poco más en la terminología samurái, se denominaba diasho al acto de llevar consigo una katana y un wakizashi; asimismo, se distinguían otras variedades de espadas, que eran muy parecidas entre sí, pero de formas y tamaños distintos, como el kodachi, más larga que un tanto, sin llegar a ser wakizashi, y el tachi, más larga que la katana.
Por otro lado, la katana era más que sólo un arma, era una parte del samurái. Se le consideraba un objeto sagrado, ya que se pensaba que en ella se almacenaba la energía y la esencia del guerrero; por ello, nadie más que él podía manipularla. Dañarla o blasfemarla significaba una grave ofensa.
Piel de acero
Aunque hablamos de guerreros de élite, sus habilidades para esquivar ataques no eran suficientes para salir intactos de una batalla. Necesitaban una indumentaria que los protegiera, pero que no limitara su flexibilidad. Su equipo de combate incluía un casco, denominado kabuto, el cual estaba hecho de acero y tenía una especie de visera y una prolongación trasera que cubría el cuello, para evitar las decapitaciones. Y es que, en los códigos de guerra, la cabeza del enemigo se consideraba un trofeo, por lo cual, para mayor seguridad, también utilizaban collares gruesos de acero. Cubrían su rostro con un menpo, una mascarilla de nariz y boca, que tenía facciones monstruosas.
Si observa bien el casco de Darth Vader, el villano de las películas de La guerra de las galaxias, se dará cuenta que está inspirado en el de los guerreros samurái.
La armadura parecía imitar la forma de la piel de los armadillos, es decir, como en capas. No era una unidad, sino que se componía de varios elementos por separado: espinilleras y rodilleras, braceras, hombreras, pechera y una especie de falda. Éstos, a su vez, se conformaban de piezas metálicas, unidas entre sí, de forma escalonada, con cuerdas de cuero. De esta manera, el samurái podía mover sus extremidades libremente.
El final de una era
A mediados del siglo XIX, a partir de la década de 1860, la dinámica social, cultural y política mundial experimentó numerosos cambios. Fue la época de las revoluciones, de las independencias, de las luchas contra la esclavitud, de los inventos. El orden japonés, basado en un gobierno militar, una economía de feudos y una sociedad dividida en castas, ya no funcionaba. Europa comenzó a presionar al país para que abriera sus puertas al mundo y se integrara a los nuevos modelos comerciales, por lo que muchos extranjeros migraron a tierras niponas.
Tal situación desestabilizó al régimen y desencadenó confrontaciones entre los distintos clanes de samuráis, que se culpaban entre ellos y se peleaban nuevamente por ascender al poder para demostrarles a sus rivales que podían recuperar el control. Unos estaban a favor de las estrategias del shogun, mientras que otros consideraban necesaria la intervención del emperador. Todos tenían un enemigo en común, los extranjeros, pero se preocuparon más por ganar las luchas internas, que por hacerles frente en equipo. Por otro lado, la llegada de las armas de fuego hacía insuficientes las habilidades de los samuráis con las espadas y cuchillos, de modo que sus servicios se volvieron obsoletos.
Estos conflictos condujeron a que, en 1868, se estableciera una nueva estructura sociopolítica, con la figura del emperador como máxima autoridad. Se le conoció como el Período Meiji, que comprendió los 45 años de reinado del emperador Meiji y se caracterizó por dar la bienvenida a la modernización, gracias a la cual, Japón se convertiría más tarde en potencia mundial. Los feudos se eliminaron, por lo que, al no existir éstos, ya no había tierras ni señor a quien proteger. Así, los samuráis fueron desapareciendo; muchos de ellos realizaron el seppuku; otros trataron de rebelarse, pero fueron apaciguados; mientras que el resto se adaptó a la nueva sociedad. El último samurái de la historia, considerado un héroe nacional japonés, fue Saigo Takamori, quien luchó a favor de la instauración del Meiji, aunque después encabezó la Rebelión de Satsuma (1877), una revuelta de antiguos samuráis, pero, al verse derrotado frente al ejército imperial, terminó suicidándose. Y es que ante todo estaba... ¡el honor!
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